miércoles, 20 de marzo de 2013

Salva lo bueno


“Salva lo bueno”, me dijo él. ¿Y qué es lo bueno?, pensé. No soy una experta en rescates, apenas soy capaz de remar en mi propio barquichuelo, y duele nadar a través de un naufragio. Cuando ves que cada uno se ha aferrado ya a la tabla de salvación que más le conviene, cuando sabes que aquel se ha cansado de ayudar a otro a llegar a la orilla, cuando notas que el que tenías al lado mira hacia una costa más atractiva. ¿Qué salvar cuando ves que otros se han ahogado conscientemente? A veces ni siquiera por una tormenta. El silencioso mar en calma, helado, inmóvil, indiferente, puede arrastrarte hacia lo profundo con más fuerza que el peor tornado.

Lo único que considero bueno es el afecto cordial, la complicidad nacida de la confianza, el cariño auténtico, sincero, incondicional. A veces, la admiración sin envidia, la que te hace sentir un privilegiado cuando escuchas a aquellos que sabe más o lo hacen mejor que tú. El amor, en definitiva, con la etiqueta que queramos ponerle. Y el amor sólo existe cuando se comunica. ¿Sobrevivirá al naufragio o sólo flotará el recuerdo? No se puede empujar hacia el barco a quien prefiere nadar solo, a quien quiere otros mares, a quien desea otras travesías. Si no hay amor, en un remo para dar y en otro para recibir, el barco no se mueve; no sopla la brisa cálida que impulsa las velas; no hay motor que mantenga la dirección. No hay marineros. Sólo el mar más solo que nunca.

Lo bueno es él. El resto, incertidumbre. Y ganas todavía, a pesar de los vientos, de asomar la cabeza bajo el mar. Sobrevivir y seguir nadando.


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jueves, 14 de marzo de 2013

Hay distancias... (con permiso del maestro Benedetti)


“Hay diez centímetros de distancia
entre tus manos y mis manos
una frontera de palabras no dichas
y algo que brilla así de triste
entre tus ojos y mis ojos…”

Con permiso del maestro Benedetti, añadiría…

Hay diez milímetros de distancia
entre lo que se nos escapa y lo que dejamos marchar,
una barrera de miedos que creamos al callar.
Hay diez metros de distancia
entre lo que sentimos y lo que hacemos,
un muro de soledades que construimos sin pensar.
Hay diez kilómetros de distancia
entre lo que amamos y lo que odiamos
una lejanía que nunca será suficiente para avanzar.

Hay una distancia invisible entre nosotros
entre la luna y su claridad,
sombras que amanecen y oscuridades que jamás se fueron,
un dolor sordo como compañero que otros pueden curar.

Hay un horizonte intangible entre el azar y el empeño
entre la esperanza y la realidad,
una suerte esquiva que nos impide ver su profundidad.

Hay incontables lunas negras y desiertos con dunas
instantes mínimos entre oasis de amor y paz,
una arena acumulada por el tiempo
que ahoga nuestras huellas al andar.

Hay un universo de relojes sin horas y amores sin medida
entre la rutina y los días, y en cada estación
un tren que nunca debemos dejar pasar.

Hay ilusiones infinitas  y sueños en una inmensidad
entre tú y yo,
entre todos los otros,
una distancia que no debería triunfar.

En un mundo incierto, necesitado pero amado
En un mundo triste, dañado pero vivo
En un mundo que rompió fronteras para alzar palabras,
las palabras tendrán que atravesar
todas las distancias
hasta el final.





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lunes, 11 de marzo de 2013

La protagonista de su novela


Sería una reina, una gran dama, una mujer irresistible e inolvidable, como las protagonistas de las novelas… Se lo había propuesto al recibir esa mañana la carta con la fecha definitiva, el día que lo cambiaría todo. Metió con resolución la carta en el bolso (el último comprado, el de piel suave, el reservado para las grandes ocasiones) y se dirigió al centro comercial.

Se asomó al espejo con temor. Las prendas amontonadas en un rincón del probador daban testimonio de lo complicado que era verse como las heroínas de las novelas. Se había colocado una tras otra y se sentía sudorosa y frustrada, sin ninguna gana de salir de nuevo al exterior donde otras se cruzaban grititos de júbilo ante el descubrimiento de una blusa “ideal” o unos pantalones “mágicos” que volatilizaban la celulitis -si eras capaz de entrar en ellos y conservar al mismo tiempo la respiración-. La imagen le devolvía a una mujer sin dirección de ida y de vuelta de todo. El vestido negro, de amplio escote, se ajustaba a unas caderas que jamás serían “voluptuosas”, sino sencillamente anchas. Tampoco asomarían nunca por ese escote unos pechos “turgentes” y menos después de la terrible prueba que le esperaba. Siempre deseó –sin éxito- que su cuerpo se ajustara a esos calificativos que tantas veces había leído en sus noches solitarias. Todos aquellos adjetivos, – lo sabía bien-, habían nacido de la imaginación de las escritoras de novelas románticas y sus editores, que conscientemente se aprovechaban de que la belleza ideal, –aquella que despertaba el deseo de inexistentes adonis-, era la máxima aspiración de sus lectoras.

Otro espejo y un nuevo temor. La peluquera se afanaba en colocar sus rizos con cierto estilo, mientras parloteaba con su compañera sobre el último desaire de su novio. “Creo que está con otra. Éste parecía diferente, pero ha resultado ser como todos los tíos. Da igual que duren tres meses o un año. Al final, siempre se les acaba la batería para tener detalles en cuanto les abres las piernas. Te conquistan, consiguen el reto, se aburren y se les paran las pilas. No más mimos, no más piropos y no más cenas. Así pasa con todos”. La peluquera soltó su discurso con un elocuente gesto de rabia y desprecio, pero todo su auditorio femenino sabía perfectamente que aquella misma noche buscaría a otro, -uno que sería igual, como todos-, con la secreta esperanza de que su nuevo hombre mantuviera los gestos de amor hasta el final. Como en las novelas, -pensó ella-, donde la historia se siempre se acababa antes de que el protagonista deje de ser el entregado amante –de miembro poderoso, mirada penetrante y estremecedoras caricias- que termina sepultado en el hastío de una tarde de sofá y cerveza.

Apretó el bolso con fuerza y repasó la carta con un suspiro. La fecha se acercaba. Le quedaba una semana y cada vez era más consciente de que ser una heroína hermosa, resuelta y sin miedos era un sueño, la verdadera historia imposible. Volvió a mirarse en el reflejo de un escaparate y se sintió sola. Más sola que nunca, con su nuevo vestido negro, altísimos tacones con plataforma, -sobre los que apenas era capaz de sostenerse-, y una aparatosa melena que trataba de hacer volar al aire con soltura, girando la cabeza, sin poder evitar que los pelos se le enredasen en la nariz.  

El día estaba dejando paso a la noche. Desde la terraza donde apuraba el último café veía pasar a la gente, pero no distinguía sus caras. En su novela, aquel día tendría que haber conocido a un compañero que fuera capaz de amar como ella. Un hombre que le sostendría la mano dentro de una semana, -cariñoso y comprensivo-, cuando saliera del quirófano con el tumor del pecho ya extirpado y tuviera que aprender a ser feliz de nuevo, sin dejar de ser tal como era.

Pagó el café, se levantó recogiéndose el pelo en una coleta y guardó los tacones para siempre –el dolor en los tobillos era inaguantable, no merecía la pena-. Caminó despacio, pensando en llegar a su casa, imaginando un nuevo mañana… Y sin ver a un hombre alto, de atractivo  aspecto, que la seguía a pocos pasos,  -tras su estela, para él prometedora, irresistible-.

En las novelas, cuando dos se cruzan las miradas, los sentimientos arden al instante. En ellas comienza una historia fácil porque es  idílica, soñada y falsa; en la vida, los días demuestran una realidad esperanzadora, tortuosa y compleja, que exige compromisos renovados más allá del último capítulo.

Se giró, -claro, por fin-, y lo vio. En sus ojos había una mirada que la imaginaba, pero ella quería ser real. Se detuvo para sonreírle y decirle la primera y la última palabra: “Hola y adiós”.
El comienzo que escribiría, esta vez de su puño y letra, sería una novela propia, ahora sólo para ella, a su manera.