viernes, 25 de enero de 2013

Esperar una esperanza


Lo rodeaba un blanco impersonal en la sala de espera, frío en las paredes y en las sensaciones; un murmullo sin voces surgido del roce de los abrigos sobre la silla, gestos inquietos y cautos, temerosos de romper el orden. Oía unos pasos breves y ocasionales cuando avanzaba la fila y clavaba la vista en la pantalla donde un continuo ding-dong anunciaba el número de orden. Y pasaba el siguiente. Pronto sería uno más en la interminable lista de desempleados.
Con los papeles en la mano, miraba su historia en cifras, datos, fechas, y su cabeza se negaba a alinearlos junto a los momentos pasados en la oficina, entre papeles, cafés, debates con los compañeros, discusiones con los jefes y risas robadas a las obligaciones cumplidas; todo lo que para él contaba de verdad. En la fila, cinco personas más allá, una joven morena se atrevía a romper el silencio con un animado saludo:“¿Tú también aquí? ¡Nos vamos a encontrar todos!. Esperemos que sea por poco tiempo, ¿si?”  Su compañero la miró escéptico, su gesto no se alteró apenas cuando respondió: “Eso. Esperemos…” Un deseo, no una realidad. Es todo cuanto se podía ofrecer…
Esperar nada, rodeado de una soledad acompañada, entre los que esperan. Los minutos pasaban a ritmo de ding-dong, eternos, inclementes, sin pausa. Inquieto, recordó que nunca supo esperar, que también la había esperado a ella. Cuando creía tenerla segura, firme en su cariño, apartó su mirada y ella desapareció. La buscó de nuevo, esperó, pero nunca llegó su regreso. ¿Dónde quedaba ahora su futuro? ¿Dónde había que esperarlo?….
“Siéntese, por favor”. Su turno había llegado. Escondió la angustia, aplastó el abrigo con las manos tensas y resopló. Se acomodó en la silla, rígido, frente a una empleada de grandes gafas oscuras y voz grave, con experiencia suficiente en soportar quejas como para colocar tras la pantalla del ordenador un papel donde se leía: “Soy empleada pública. No soy responsable de la crisis. Basta ya”. La miró teclear sus datos a toda velocidad, observó con detenimiento su rostro inexpresivo y eficiente. “¿Cuándo lo echaron de la empresa?”, le preguntó dando una tregua a sus veloces dedos. “No, disculpe, no me echaron. Se acabó el contrato.” Levantó la cabeza con dignidad. Es lo que queda…
Levantó después su amargura y avanzó con ella a rastras hacia la puerta. Trató de colocar su abrigo, enderezar los hombros y elevar bien alta la cabeza al salir. No quería mirar al suelo y casi tropezó con las botas de la joven y alegre morena que seguía charlando con unos y con otros, inmune al silencio. “¡Mucha suerte!”, se giró al oír su despedida, su voz cantarina, y sonrió al ver sus ojos brillantes, cristalinos, ojos de camino profundo, de color porvenir. Con su deseo grabado en la mirada, le regaló una promesa: “Espera porque existe una esperanza…”


La esperanza es un premio gratuito
a la espera; un don casi infinito
por un merecimiento casi humano”
Rafael Guillén



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jueves, 24 de enero de 2013


Tú eres el secreto…

En ti está la clave del misterio, el primer paso, los interrogantes sin desvelar. 
Tú eres la llave que encierra la incógnita. 
Eres la pista y la huella, la respuesta íntima, la solución escondida.

Tú eres todos los secretos…



Foto *ABrito  

viernes, 11 de enero de 2013

Sin respuesta.


Se adormeció sin querer. El acre olor de las velas, la tenue claridad de la habitación atestada de gente y el rumor de los cuchicheos de velatorio le provocaron un inevitable sopor. Cerró los ojos y recordó como se cruzaron sus vidas hace quince años, antes de que llegara el gran silencio, antes de que la muerte impidiera la respuesta que todavía deseaba.
El trabajo les unió y afianzó una amistad que prometía ser eterna. Él y ella dejaron pasar las horas entre cafés, charlas y juegos de mesa, se confiaron secretos y proyectos, compartieron guiños y claves, repasaron con risas amores y desengaños; juntos fueron consuelo, apoyo y alegría. Podía rememorar con detalle cada comentario cómplice, pero era incapaz de recordar cómo llegó la ruptura.
Creyó que le conocía como a la palma de su mano, pero la memoria sólo le devolvía líneas cruzadas sin sentido: se resignó a verlo partir en otras compañías, a notar sus miradas turbias sin palabras, a escuchar sus  silencios constantes. Su presencia se fundió en una oscuridad de ausencias hasta desaparecer definitivamente. En su mente, se grabó una pregunta “¿por qué?”, y en su corazón se instaló un dolor sordo, repetido, intenso e inquieto. Un dolor que le había obligado durante años a mandarle aquellas cartas. Todos los meses tomaba lápiz y papel, con la misma esperanza, y trataba de apelar al antiguo cariño, arañar su corazón; intentaba con mano temblorosa superar la vergüenza y la pena, y saber. Sobre todo, saber. Todas las cartas, durante más de diez años, las firmó con la misma pregunta “¿Por qué?”.
Ahora, sola frente a su muerte, no quiso mirarlo. Permaneció allí, sentada entre desconocidos, sintiendo aún más intenso el dolor de un adiós sin explicación.
“Disculpa, eres María, ¿no?. Van a cerrar para las visitas y sólo quedará la familia durante la noche. Me dejó algo para ti”.
Era un sencillo papel blanco, escrito de su puño y letra, con unas palabras apresuradas y breves que se deslizaron ante sus ojos con una emoción inesperada…
“Darte una explicación supondría que lo que hice tuvo un sentido y no fue así. No sé qué cambió en mí para alejarme de ti, de qué huía o lo qué buscaba al hacerlo. Sucedió sin más. Cuando me di cuenta, me arrepentí. Cuando sentí el cariño que sobrevivía en mí ya era tarde para volver. Leía tus cartas y mi cobardía me impedía darte un motivo que no existía. Descubrí que recibirlas era una forma de saberte  cerca, de comprobar que no me habías olvidado, fiel,  año tras año. Darte un porqué hubiera sido un nuevo adiós, el definitivo. Hay silencios que son distancia, silencios que son tristeza y silencios que son todo un sentimiento. Perdona a este cobarde egoísta que siempre te quiso. No me olvides, por favor, nunca me digas adiós.”