jueves, 22 de marzo de 2012

Mi brújula, mi padre

Cuando me pierdo, en ti encuentro mi brújula. En tus ojos, al norte, verde esmeralda, al sur, luz de bosque, en tu recuerdo el camino que me guía. Cuando me falta calor, cuando necesito desesperadamente un cariño cierto, me acomodo de nuevo entre tus brazos sólidos. Cuando me duelen las tripas de hacerlas corazón, me llega el eco de tu risueña voz recordándome que no existen excusas para dejar de sonreir. Mientras siga viva y tú vivas en mi.
Cuando tengo prisa y las horas se me escapan, me paro y respiro, porque sé que tú llegabas a tiempo a todo sin apresurarte jamás. Tus minutos te pertenecían, eras su dueño y señor, y los desgranabas a tu gusto, aunque nadie te entendiera al verte saborear, en tus horas ganadas, una sencilla carpa pescada en el río, desplegando sin pausa cientos de espinas, ordenada y cuidadosamente, sobre el borde del plato.
Cuando pienso en todo lo que no tengo, te recuerdo saboreando la nata que brotaba de la leche cocida, extendida sobre una gran rebanada de pan, espolvoreada con azúcar, disfrutando con orgullo de rey ese manjar de dioses pobres.
Cuando creo se me olvida lo sencillo, recupero la vista de campos de trigo y viñas cuajadas de uvas, una carretera salpicada de baches, un atardecer infinito, el calor y la seguridad de tu mano inmensa sobre mi hombro. Cuando en lo cotidiano no encuentro arte, te recuerdo contemplando una jugada de gol con criterio de sibarita, y seguramente sin importarte que Cruyff se hubiera transformado en un pequeño argentino llamado Messi o que Di Stefano luciera ahora los cuellos de la camiseta alzados como un tal CR7.
Cuando no entiendo el silencio, oigo tu mirada verde y escucho tu sonrisa, y siento que el corazón de cada uno, como el tuyo, como el mío, guarda grandes o hermosas razones que no es necesario saber, sólo querer. Cuando duele y lo intento, cuando pierdo y me resigno, cuando gano y alguien me regala algo de cariño, sé que te tengo a ti y millones de excusas más para sonreir.
A mi padre…

jueves, 15 de marzo de 2012

A la hora en punto

Faltaban pocos minutos para la hora en punto. Exactamente, las once de la noche. En ese momento sonarían todos los relojes del viejo caserón que marcarían, una campanada tras otra, el inicio del ritual misterioso que don Germán cumplía sin falta desde hacía cinco años.
Unos cuchicheos nerviosos rompieron el silencio oscuro y el tiempo detenido pocos minutos antes. Los tres chicos aparcaron las bicis junto al muro que rodeaba la casa y se apostaron frente a la ventana, apretados y dándose codazos para ganar un sitio que les permitiera ver, a través de la desgastada cortina, todos los movimientos del relojero. Cientos de rumores había corrido en aquellos años sobre el viejo huraño, solitario y vencido. Y aquella noche pretendían responderlos todos, con la osadía de los pocos años y la curiosidad de los que no temen a las consecuencias.
- Chisssss, silencio. Mirad, ya aparece en el salón. Más enfadado que nunca. ¡Esa frente arrugada da terror!
- Y está encogido, siempre camina encorvado. Mi madre me contó que era capaz de arreglar un reloj, sin despegarse de la mesa días y días, juntando todas las piezas desperdigadas, y sin fallar ni una sola vez.
- Eso es porque tiene una mente calculadora. De frío asesino…
- Ves demasiadas películas. Él no mató a su mujer, como dicen en el pueblo. No se atrevería, sólo es un pobre hombre. Siempre vivió aislado y es un gruñón, pero que no quisiera relacionarse con otros, no quiere decir que fuera capaz de estrangular a la señora María.
- ¡Claro que la mató! Acuérdate de que ella murió en la cama con marcas rojizas en el cuello. Me lo dijo mi tío que trabaja en la comisaría. La mató porque ella quería marcharse. Pero no le metieron en la cárcel porque no encontraron otras pruebas. Y ella estaba loca, lo decían todos. A veces gritaba, otras se encerraba en casa durante días y nadie la veía. 
- Estaba triste, estaba sola… Que murió de soledad. Eso decían también.
El más pequeño había escuchado sin comprender apenas la conversación de los dos mayores. Él sabía que don Germán era bueno. Tenía que serlo. Siempre que lo veía le daba caramelos de nata…
Un retrato presidía el salón, el único entre las paredes cubiertas de relojes de todo tipo, diseño y época. Un retrato de aroma antiguo y descolorido recuerdo. Doña María: imagen serena de mirada ausente y rostro dulce, sonrisa soñadora anclada en otros mundos y cuerpo aprisionado en un marco de ocre realidad.
- Chisssss, ya empieza!
La hora de la muerte, del castigo y la culpa. Las campanas de todos los relojes comenzaron a sonar, atronadoramente y a la vez, sincronizadas a la perfección. A su ritmo, comenzó a brotar de los labios de don Germán un cántico, el susurro de una letanía:
- María, perdóname, te quiero. Te quiero, María, perdóname. María, perdóname, te quiero. Te quiero, María, perdóname…
No pudieron esperar a la última campanada. Al instante, los dos mayores se enzarzaron en una airada discusión sobre si era amor o era arrepentimiento. El pequeño seguía atónito y confuso. Empujado por las dudas, echó a correr y sin saber cómo, abrió la puerta y se enfrentó al anciano, temblando pero decidido. Observó sus pequeños ojos como agujas enterrados entre arrugas, los vio empañados y hondos, apretados entre el profundo surco de sus cejas, como un río por donde navegaban unidos el dolor y el amor, el remordimiento y la pena.
- Don Germán, yo sé que usted es bueno. ¡Usted no pudo matarla!
- No la dejé vivir…
- Pero don Germán, si le pide perdón ¿qué le hizo?
- Perdón por lo que no le di, por lo que no le dije… Perdón por todo lo que no hice.
“Lo que nunca hice”, repitió el eco sordo de la voz del relojero ante el asombrado rostro del niño. En sus labios se desplegó una entrañable sonrisa y, mientras deslizaba unos caramelos de nata en las manos del pequeño, le dijo por última vez:
- Si algún día llegas a entenderlo, ese día habré hecho algo… Y algo bueno, de verdad.

lunes, 12 de marzo de 2012

En sus manos...

No sabría decir si era especialmente atractivo, divertido o interesante. No conocía sus metas, sus sueños, sus esperanzas, sus gustos o aficiones. Lo único que sabía es que en su manos cabía todo su universo. Y estaba atrapada. En sus manos estaba el poder que la había capturado aquel día en el que la empujó levemente para salir del ascensor. Aquel día, entre el tumulto de oficinistas que se apiñaban en tan reducido espacio, las puertas se abrieron por fin y él colocó la mano en su cintura y la apretó ligeramente. Le atravesó la ropa y la piel como un sello grabado a fuego, como un tatuaje ardiente que la abrasó de pies a cabeza. Un roce inoportuno, una simple casualidad, una caricia sin querer, y tras ella vivía desde entonces. Estaba atrapada desde entonces en aquel ascensor. 
Ella, tan triste, tan callada, tan reservada siempre, se vio buscándole por los pasillos del edificio, anhelante, casi enloquecida. Localizó su despacho y, furtivamente lo observaba, mientras tecleaba con dedos ágiles, mientras leía deslizando levemente el dedo índice sobre el papel, mientras sostenía el teléfono como si lo acunara. Lo espiaba en las reuniones, lo miraba exponer proyectos frente a una pantalla, con sus manos finas, suaves, de pálido color canela, abiertas y explícitas, representando un diálogo que ella recreaba en su imaginación. Estaba atrapada por una fascinación superior a sus fuerzas.
Había tocado fondo y estaba atrapada en el mismo ascensor donde todo empezó. Junto a ella, la directora de personal daba gritos cada vez más histéricos. Su marido había abandonado hace horas la tarea de consolarla y se dedicaba a soltar palabrotas hacia los inútiles y curiosos que se agolpaban al otro lado de la puerta sin sacarlos de allí, en una ensordecedora competición con su esposa para elevar el nivel de decibelios.
Atrapada, cansada y desesperada. Su mente voló hacia aquel día cuando anochecía, cuando lo vio sentado en su despacho, dibujando con sus dedo los contornos de una fotografía cuya imagen no pudo distinguir. Pero sintió su tacto, limpio y suave como si fuera por su piel, con los dedos enredados en su pelo, la mano envolviendo su nuca, descendiendo por su espalda, explorando los huecos de su cuerpo. Jadeando entre sensaciones…
El agudo grito de su compañera de cautiverio la sacó inmediatamente de su ensueño. Todavía suspirando, ligeramente sofocada, con la respiración entrecortada vio que habían conseguido abrir un hueco entre los dos pisos para salir del ascensor. Varias manos se tendieron para ayudarles y, entre ellas, distinguió la que más deseaba. Se aferró a ella y sin saber cómo, aturdida y emocionada, se encontró con una manta sobre los hombros y un café en la mesa. Frente a ella, las manos abrazaban una taza de café, absorbiendo su calor, serenas y confiadas. Comenzó a hablar sin parar, sin pretenderlo, casi sin querer. No sabría decir cómo, pero desde ese momento supo que su corazón, tal vez su alma, estaría en las mejores manos.
Y, por primera vez, lo miró a los ojos…