lunes, 27 de febrero de 2012

La dignidad

Aquel día, cuando menos la esperaba, ella, la dignidad, apareció para salvarla… Avanzaba la tarde en el tren de regreso a casa con los sentimientos zarandeados por la realidad. En el vagón apenas se escuchaban los murmullos cansados de los que adormecían sus penas y recuerdos antes de enterrarlos bajo la capa de la noche, a la espera de un nuevo día de fatigas y esperanzas. El cristal de la ventana le devolvía su imagen envejecida, un perfil todavía agradable, algún día admirado por unos cuantos, querido de verdad por muy pocos. Miró sus ojos, entornó la mirada, y a través de ellos, brilló el oro viejo del sol que se perdía en el horizonte, medio escondido tras las montañas, cambiando como todo, transformándose silencioso en un intenso bermeñón, con un adiós de destellos púrpuras.
Cuando menos la esperaba, la sintió. Salió de dentro, ascendió desde sus entrañas, le apretó el corazón y una lágrima con sabor a dignidad asomó para despedirse del sol. La contuvo dentro, muy fuerte, apretando los dientes para que le recordara que todavía podía sostenerse en pie, con los ojos abiertos a la evidencia, con la obligación de dejar atrás un pasado donde el amor jamás se equilibró en la balanza. Sabía que la entrega nunca es equitativa y que, al final, las deudas crecen. Querer, dar y darse, nunca acaba con un reparto justo. Ella se dio entera y él sólo necesitaba una parte. El resto fueron limosnas de consuelo para un corazón que se arrastraba, ya maltrecho y humillado.
Ella apareció definitivamente al llegar a casa. Surgió firme, grande y sólida, a través de un torrente de lágrimas, libres, liberadoras, lágrimas de claridad en la noche oscura. Con la frente apoyada en la pared, lloró dignidad sin detenerse, lloró pasado y presente, lloró caricias y tequieros. Lloró una vida hasta que todo quedó limpio y ordenado, dispuesto para guardar en el cajón de los recuerdos, allí donde no duelen y sólo enseñan. 

jueves, 23 de febrero de 2012

Detrás de las palabras...

Antes, la pluma rasgaba el papel dejando pequeñas cicatrices, tatuando y decorando los sentimientos en el papel. Las palabras se moldeaban al ritmo de la mano, encogidas de angustia, estiradas por la expectación o hinchadas de alegría. Detrás de aquellas palabras latía el sello, la personalidad del que secaba la tinta con su aliento, del que dejaba su vida aprisionada entre las letras, y al mundo dejaba expuesto su ser. Ahora, las palabras desfilan idénticas y uniformadas por la pantalla, cada vez más breves, abreviadas y apresuradas, en dura competencia con otras miles que pugnan por avanzar en la batalla. Aquel alimento diario se consume ahora con rapidez, tan fugaz que apenas deja atisbar el sentimiento del que las crea, de los dedos que las impulsan suaves o rabiosas contra las teclas.
Pero no olvido que el sentimiento existe y vive, aunque no te vea acariciar las letras. No olvido que es lo único que tenemos para romper la distancia. Palabras pobres, torpes, rebaladizas, cayendo en arenas movedizas, lanzadas al aire hacia un destino intuido pero incierto. De tu mundo al mío, de tu instante al mío, son viajeras sin garantía de retorno. Palabras amigas, cómplices, aliadas que nos elevan a la gloria; palabras enemigas, falsas, traidoras que nos hunden en la miseria. Juguete de contradicciones, cadena de compromisos y sentencias eternas. Un arriesgado puzzle de signos, manipulado entre inseguridades y miedos, que podemos combinar de infinitas formas, pero que siempre nos dejará un regusto insatisfecho porque falta el gesto, la luz y el calor del que emanan.
Pero no olvido que las palabras son lo único que tenemos para atravesar muros. En la distancia, el silencio es un desierto plagado de espejismos construidos de suposiciones, heredero de la soledad y deudor de la imaginación. En la distancia, el silencio es un pozo cada vez más profundo, un pozo sin eco del que emana un tufillo a indiferencia. Un pozo que, desde lo más hondo, reverbera un grito para que lluevan palabras, un aguacero que limpie sus aguas estancadas, antes de que se pudran cubiertas de sentimientos muertos.
Y sobre todo, no olvido que detrás de las palabras, detrás de todo, están tus brazos rodeándome. Y lo mucho que te quiero…

miércoles, 8 de febrero de 2012

A todos los hombres que amé...

A todos los hombres que amé el tiempo los puso en su lugar. Parece una frase hecha, mi pequeña, pero es muy cierta. Ahora lo sé. Ahora que mis manos están arrugadas y tiemblan al sostener el lápiz con que te escribo esta carta. Ahora que el paso de los años me dejó retratos en la memoria de cada uno de ellos. 
Me cuentas apenada que acabas de vivir tu primer desengaño. Tu primer amor frustrado en el banco del parque a la salida del instituto. Lloras porque crees que jamás podrás volver a sentir ni a besar. Desconfías y dudas, y el miedo a un nuevo dolor te mantiene encerrada en casa, entre discos y posters de ídolos inalcanzables. Amores soñados e inofensivos que nunca estarán cerca para hacerte daño, sólo para acompañarte en tus fantasías. 
Volverás a sentir, a querer, a besar. Y no podrás olvidar. Será más fuerte que tú ese deseo. Es más fuerte que todos. La piel no se desgasta por un beso, pequeña, revive con las caricias que guarda con el tiempo, y las protege entre sus pliegues. El corazón rejuvenece al amar, su latido es su impulso, su entrega. Avanza y ama, se rompe y se recompone. Y nadie lo detiene. Nadie le pone límites.
Me hablaron muchas veces del pecado en mi juventud. Del pudor, del recato de una jovencita virginal, de la fidelidad disfrazada de hipocresía, de la entrega a un único hombre. Cumplí las normas y mantuve las formas, por cobardía o por respeto, todavía no lo sé bien. Pero sí sé que mi corazón fue más allá de cualquier frontera. Avanzó y se detuvo en aquel soldado, de tez morena y suave, de cuerpo espigado y flexible, que un día llegó para besarme y marcharse. Se paró un instante o una eternidad (es lo mismo) en aquel joven formal y serio de grandes gafas redondas que respiraba ternura. Siguió su camino agitado hacia aquel inolvidable amigo de flequillo al viento y mirada pícara. Descansó después en el generoso corazón que habitaba tras una sonrisa, como quien encuentra un plácido refugio, una última ilusión entre tempestad y calma.
Y sigue latiendo, pequeña, todavía vibra y lo hará mientras esos retratos que adornan mi memoria sigan existiendo en mí. Ninguna mujer olvida el rostro del hombre que amó, no importa el tiempo que pase. Y yo tengo la edad de cada uno de ellos.